El vicario
La chica se llama Lola. La encontré hace días en medio de los autos, medio cubierta por una camisa hecha harapos, con la cara llena de costras de colores rojos y morados. Me contó su historia que aún trato de comprender. No puede ser mayor de quince, los huesos cortos y tiernos, la piel delgada, casi niña. Ella no sabe su edad exacta porque dice que desde que tiene memoria habita la calle, entre la selva de concreto, esa metáfora gastada que usamos arriba pero que para ella no significa nada. En la selva, los postes no tienen sexo ni obeliscos.
Uno podría pensar que es un fantasma, desviando los ojos en ángulos rectos, como si pudiera así desaparecer, desmoronarse despacio hasta el polvo o hasta la ventanilla del siguiente conductor que repite la operación de la ceguera voluntaria, en una fila donde la caridad de unas sonoras monedas a veces ritma la serie, logrando alejar esa visión instantánea que afea el parabrisas y ensucia, con su roce, el latón negro brillante de la portezuela pulida del auto.
Pero aquí, sentada a la mesa, Lola no se ha desmoronado ni se ha ido. No sé por qué la traje pero de una cosa estoy seguro, no fui movido por ningún tipo de compasión cristiana que según el filósofo de Zaratustra sólo nos hace esclavos, nos excusa diluidos en hipócrita solvente.
Decidir traerla no fue sencillo porque sabía que alguien podría interrogarme hasta el hartazgo. Afortunadamente llegamos de noche de modo que sólo tuve que soportar el escrutinio de las viejas gafas de Jorge, nuestro conserje, que seguramente la confundió con una joven prostituta traída a casa, siempre discreto, sin preguntas, sin necesidad de gastar saliva.
Lola come sola, yo no tengo necesidad de alimentarla. Ella sabe moverse ágil por esta pequeña selva en la que el refrigerador es el poste desde donde se desliza al sillón-alcantarilla y nada más. La seguridad con que se escurre y se planta me dice que alguna vez habito otra casa, alguna institución caritativa con muebles que alimentan y envuelven y luego asfixian hasta que no queda sino volver a escurrirse.
2
Estoy cansado. Lola duerme en el sillón, como todas las noches. Yo no sé con certeza en qué se ocupa durante mi ausencia porque dejo la habitación de madrugada y no regreso del Periódico sino hasta tarde, cuando ella se deshilacha sobre su alcantarilla, como una pequeña mancha de huesos y piernas. A veces la he arropado, pero la encuentro de nuevo en harapos, sin cobija, sin nada que le estorbe.
Frente a la máquina, Lola me recuerda a mi hermana muerta de poliomielitis. Hoy nadie sabe de eso más que en vacuna, pero entonces, mi hermana se convirtió en un número cierto, una espina incómoda en la espalda del Estado, que obligaba a mentir en todos los noticieros, sin poder reclamar a la embustera estadística, teniendo que digerir la verdad evidente: erradicar es un verbo difícil, sin conjugación absoluta en el tercer mundo, de pares de erres cerradas, ahogadas en la garganta de mi familia que veía pasar su carne pegada a los huesos, estirada como ternera dentro de una caja desde donde vio llover tierra hasta colmarse los ojos de un color negro absorbente.
Miro a Lola toda flaca. Me preocupa la polio, pero estoy seguro de que ella come. Muchas veces he llegado cansado y tibio de la calle, con ganas de devorar lo que sea y no he encontrado nada de aquello con lo que había suplido el refrigerador por la mañana. Lola debe vaciarlo por las tardes cuando tiene tiempo para todo, para arrancar las hojas de mis libros, probarse mis sombreros y mojar su boca en los vinos escondidos de la alacena.
3
Extraño las charlas con Lola. Con ella es como hablar con un muro blanco, que salpicado de palabras va ganando color poco a poco, llenándose de hormigas, abigarrándose en una textura más humana. ¿De qué hablamos? Un murmullo dulce apenas. Una vez le pregunté si conocía al Papa ¿Mi papá? –No tu padre, sino el Papa. Se encogió de hombros. Ratzinger, le dije, Wojtyla, el vicario de Dios en la tierra. Me miró como un espejo que se sacudiera de un manotazo cualquier reflejo.
Pensé en el aprendizaje social del lenguaje: conocía lo que era un padre, por defecto, porque nunca había tenido uno, pero no sabía de ningún vicario. ¿Acumulaba odio? ¿Sufría indeciblemente por el daño psicológico de un padre irresponsable y de una madre como el humo? Seguramente no. Lola sentía sí, y estaba delgada, desnutrida, pero jamás había oído de Freud, como tampoco de su padre, ni había visto suficiente televisión para sentirse dañada psicológicamente, para vomitar en medio de alguna crisis de anorexia. Lola no carga con el peso de la civilización.
4
La mañana en que entró con dieciséis perros callejeros al Aula Magna de la Universidad, Fernando Vallejo ganó toda mi atención. Dijo que no estaba ahí para promover su libro, (aunque seguramente las ventas después del escándalo no fueron malas) y empezó a despotricar contra el gobierno, contra la estupidez y contra nosotros mismos. Habló de Wojtyla defensor de la vida, condenador del condón y del aborto. La vida, ese valor universal. Dijo que era una pena, sin embargo, que esa defensa terminara en unas cuantas vocales y nunca se pudiera traducir, a pesar del poliglotismo del vaticano, en alguna ayuda monetaria, en una poquita caridad cristiana para los huérfanos y los muertosdehambre, y que mucho menos alguien se preocupara por esos doce perros vagos, cancerberos, cortejo suyo en este reino del Hades.
Desde que recordé el incidente, todas las noches, le pregunto a Lola por Wojtyla, pero ella se encoje de hombros sin mirarme mientras sonríe hasta que me entran unas ganas de contarle la anécdota, pero vacilo porque no sabría contar quién es Vallejo, ni podría explicar bien de dónde salió Wojtyla; mucho menos quisiera entrar en esos escabrosos detalles acerca de la existencia de dios y del alma universal, o de la justicia estoica. Dudo también de mis adjetivos, si embarrarle la etiqueta de “callejero” a un perro será cortés dada su situación; si entenderá lo que es un condón; si debo exagerar la descripción de Wojtyla, o aderezar su repugnante y gorda sonrisa, o si será capaz de distinguir mi tono de voz cuando quiera ser irónico. Desisto y concluyo que la Retórica es un arte hipócrita y burgués inventado por ese otro gran burgués Cicerón-Wojtyla.
Existan o no los dioses, ellos no se ocupan de nosotros. Pero a Lola tampoco le interesa eso de los “dioses” ni de “Soares” y prefiere extenderse, ancha, hasta quedar dormida antes de que yo pueda arroparla.
5
A últimas, he pensado en la animalidad de Lola, en la mía propia. No me molesta tenerla en casa, me incomoda que se haya convertido en un pragmático mueble de inteligente ingeniera sueca, que no ocupa espacio y me hace sonreír satisfecho. He llegado a pensar que no tiene alma, que no se distingue del gato que tiene Lauro un piso abajo y eso me molesta por absurdo. Lola parece entender mi dilema porque no responde, no piensa. Sólo me mira: transparente inocencia de la felicidad ignorante.
Me irrita, sobre todas las cosas, su estado vegetativo porque yo nunca me he sentido a gusto con perros andando por la casa, ni con tortugas, o cualquier otro tipo de mascota, por migala o exótica que sea. Tampoco puedo tratarla como otro ser, porque entonces ¿qué sería? ¿mi hermana? ¿mi madre? ¿mi esposa? Se acabaron las épocas de los idealismos. Estoy demasiado viejo y cansado para educar a un niño, para convertir este cuarto en una caja de cristal de Skinner donde poder enseñarle a Lola el lenguaje afectivo de un retórico “buenos días”, “por favor”, “gracias” y luego cuando por fin estuviera lista, sacarla a la calle, sólo para verla trepar de nuevo hasta un nuevo tronco y echar raíces dentro de otra alcantarilla.
Lola encontró la regadera de la misma manera que mis libros, la radio, la platería y todo lo que ha descubierto en esta casa: por sí sola, acompañada de una buena dosis de fortuna. Está desnuda y escurre agua. El húmedo olor a jabón entra y sube hasta mis pómulos y luego llega a mi saliva. Me aprieto contra sus huesos de ternera. Con un tronido, se abren. Rápido, entro.
7
En la oficina de la redacción hay una chispa, una ráfaga que me zafa la tapa y todo gira, escucho luces, vuelcos, ruedas. Me sacude la voz lejana de alguien que explica:
No sé... está loco, sólo dije que alguien debería ser humano y sacrificar a todos esos niños callejeros, como a los perros, para que no sufran y de la nada éste se echa a reír y me insulta y me tira y....
Lola se ha convertido en un problema: ya no charlamos, ya no la arropo, no puedo siquiera verla, su mirada ahora no es reflejo sino barca, puntiaguda, roja y morada barca de Caronte.
8
Afuera un auto prestado nos espera. Lola negó vestirse pero a mi segunda petición aflojó la voluntad dejándome abrigarla yo mismo. El motor está en marcha, no dice nada con la vista fija en la alfombra. Su actitud me irrita, tomo la carretera, lejos, avanzo, lejos, aumento la velocidad, más lejos, árboles y más velocidad, ráfagas azules zumban por la noche que cae sobre otro auto, freno, más lejos, me deslumbran unos faros amarillos, apenas logro esquivar una curva y estamos a punto de estamparnos. Sigo, más lejos, hasta que mareado, lejos, nunca lo suficiente, descubro una parte solitaria de la ciudad en la que nunca había estado y quizá tampoco Lola.
Conocemos el final. Sin violencia, sin forcejeos, sin ni siquiera una sola palabra. Lola sabe lo que tiene que hacer: abre la puerta lenta, se baja, la cierra, suave, con un silencio imperturbable, mientras me mira detrás del cristal, muda, interrogándome. Yo le digo que sí con la cabeza, que la respuesta es sí, que yo soy el vicario Wojtyla, mientras desaparezco en el auto hacia la nada.