jueves, 20 de marzo de 2008

El vicario

1


La chica se llama Lola. La encontré hace días en medio de los autos, medio cubierta por una camisa hecha harapos, con la cara llena de costras de colores rojos y morados. Me contó su historia que aún trato de comprender. No puede ser mayor de quince, los huesos cortos y tiernos, la piel delgada, casi niña. Ella no sabe su edad exacta porque dice que desde que tiene memoria habita la calle, entre la selva de concreto, esa metáfora gastada que usamos arriba pero que para ella no significa nada. En la selva, los postes no tienen sexo ni obeliscos.

Uno podría pensar que es un fantasma, desviando los ojos en ángulos rectos, como si pudiera así desaparecer, desmoronarse despacio hasta el polvo o hasta la ventanilla del siguiente conductor que repite la operación de la ceguera voluntaria, en una fila donde la caridad de unas sonoras monedas a veces ritma la serie, logrando alejar esa visión instantánea que afea el parabrisas y ensucia, con su roce, el latón negro brillante de la portezuela pulida del auto.

Pero aquí, sentada a la mesa, Lola no se ha desmoronado ni se ha ido. No sé por qué la traje pero de una cosa estoy seguro, no fui movido por ningún tipo de compasión cristiana que según el filósofo de Zaratustra sólo nos hace esclavos, nos excusa diluidos en hipócrita solvente.

Decidir traerla no fue sencillo porque sabía que alguien podría interrogarme hasta el hartazgo. Afortunadamente llegamos de noche de modo que sólo tuve que soportar el escrutinio de las viejas gafas de Jorge, nuestro conserje, que seguramente la confundió con una joven prostituta traída a casa, siempre discreto, sin preguntas, sin necesidad de gastar saliva.

Lola come sola, yo no tengo necesidad de alimentarla. Ella sabe moverse ágil por esta pequeña selva en la que el refrigerador es el poste desde donde se desliza al sillón-alcantarilla y nada más. La seguridad con que se escurre y se planta me dice que alguna vez habito otra casa, alguna institución caritativa con muebles que alimentan y envuelven y luego asfixian hasta que no queda sino volver a escurrirse.


2


Estoy cansado. Lola duerme en el sillón, como todas las noches. Yo no sé con certeza en qué se ocupa durante mi ausencia porque dejo la habitación de madrugada y no regreso del Periódico sino hasta tarde, cuando ella se deshilacha sobre su alcantarilla, como una pequeña mancha de huesos y piernas. A veces la he arropado, pero la encuentro de nuevo en harapos, sin cobija, sin nada que le estorbe.

Frente a la máquina, Lola me recuerda a mi hermana muerta de poliomielitis. Hoy nadie sabe de eso más que en vacuna, pero entonces, mi hermana se convirtió en un número cierto, una espina incómoda en la espalda del Estado, que obligaba a mentir en todos los noticieros, sin poder reclamar a la embustera estadística, teniendo que digerir la verdad evidente: erradicar es un verbo difícil, sin conjugación absoluta en el tercer mundo, de pares de erres cerradas, ahogadas en la garganta de mi familia que veía pasar su carne pegada a los huesos, estirada como ternera dentro de una caja desde donde vio llover tierra hasta colmarse los ojos de un color negro absorbente.

Miro a Lola toda flaca. Me preocupa la polio, pero estoy seguro de que ella come. Muchas veces he llegado cansado y tibio de la calle, con ganas de devorar lo que sea y no he encontrado nada de aquello con lo que había suplido el refrigerador por la mañana. Lola debe vaciarlo por las tardes cuando tiene tiempo para todo, para arrancar las hojas de mis libros, probarse mis sombreros y mojar su boca en los vinos escondidos de la alacena.


3


Extraño las charlas con Lola. Con ella es como hablar con un muro blanco, que salpicado de palabras va ganando color poco a poco, llenándose de hormigas, abigarrándose en una textura más humana. ¿De qué hablamos? Un murmullo dulce apenas. Una vez le pregunté si conocía al Papa ¿Mi papá? –No tu padre, sino el Papa. Se encogió de hombros. Ratzinger, le dije, Wojtyla, el vicario de Dios en la tierra. Me miró como un espejo que se sacudiera de un manotazo cualquier reflejo.

Pensé en el aprendizaje social del lenguaje: conocía lo que era un padre, por defecto, porque nunca había tenido uno, pero no sabía de ningún vicario. ¿Acumulaba odio? ¿Sufría indeciblemente por el daño psicológico de un padre irresponsable y de una madre como el humo? Seguramente no. Lola sentía sí, y estaba delgada, desnutrida, pero jamás había oído de Freud, como tampoco de su padre, ni había visto suficiente televisión para sentirse dañada psicológicamente, para vomitar en medio de alguna crisis de anorexia. Lola no carga con el peso de la civilización.


4


La mañana en que entró con dieciséis perros callejeros al Aula Magna de la Universidad, Fernando Vallejo ganó toda mi atención. Dijo que no estaba ahí para promover su libro, (aunque seguramente las ventas después del escándalo no fueron malas) y empezó a despotricar contra el gobierno, contra la estupidez y contra nosotros mismos. Habló de Wojtyla defensor de la vida, condenador del condón y del aborto. La vida, ese valor universal. Dijo que era una pena, sin embargo, que esa defensa terminara en unas cuantas vocales y nunca se pudiera traducir, a pesar del poliglotismo del vaticano, en alguna ayuda monetaria, en una poquita caridad cristiana para los huérfanos y los muertosdehambre, y que mucho menos alguien se preocupara por esos doce perros vagos, cancerberos, cortejo suyo en este reino del Hades.

Desde que recordé el incidente, todas las noches, le pregunto a Lola por Wojtyla, pero ella se encoje de hombros sin mirarme mientras sonríe hasta que me entran unas ganas de contarle la anécdota, pero vacilo porque no sabría contar quién es Vallejo, ni podría explicar bien de dónde salió Wojtyla; mucho menos quisiera entrar en esos escabrosos detalles acerca de la existencia de dios y del alma universal, o de la justicia estoica. Dudo también de mis adjetivos, si embarrarle la etiqueta de “callejero” a un perro será cortés dada su situación; si entenderá lo que es un condón; si debo exagerar la descripción de Wojtyla, o aderezar su repugnante y gorda sonrisa, o si será capaz de distinguir mi tono de voz cuando quiera ser irónico. Desisto y concluyo que la Retórica es un arte hipócrita y burgués inventado por ese otro gran burgués Cicerón-Wojtyla.

Existan o no los dioses, ellos no se ocupan de nosotros. Pero a Lola tampoco le interesa eso de los “dioses” ni de “Soares” y prefiere extenderse, ancha, hasta quedar dormida antes de que yo pueda arroparla.


5


A últimas, he pensado en la animalidad de Lola, en la mía propia. No me molesta tenerla en casa, me incomoda que se haya convertido en un pragmático mueble de inteligente ingeniera sueca, que no ocupa espacio y me hace sonreír satisfecho. He llegado a pensar que no tiene alma, que no se distingue del gato que tiene Lauro un piso abajo y eso me molesta por absurdo. Lola parece entender mi dilema porque no responde, no piensa. Sólo me mira: transparente inocencia de la felicidad ignorante.

Me irrita, sobre todas las cosas, su estado vegetativo porque yo nunca me he sentido a gusto con perros andando por la casa, ni con tortugas, o cualquier otro tipo de mascota, por migala o exótica que sea. Tampoco puedo tratarla como otro ser, porque entonces ¿qué sería? ¿mi hermana? ¿mi madre? ¿mi esposa? Se acabaron las épocas de los idealismos. Estoy demasiado viejo y cansado para educar a un niño, para convertir este cuarto en una caja de cristal de Skinner donde poder enseñarle a Lola el lenguaje afectivo de un retórico “buenos días”, “por favor”, “gracias” y luego cuando por fin estuviera lista, sacarla a la calle, sólo para verla trepar de nuevo hasta un nuevo tronco y echar raíces dentro de otra alcantarilla.
6


Lola encontró la regadera de la misma manera que mis libros, la radio, la platería y todo lo que ha descubierto en esta casa: por sí sola, acompañada de una buena dosis de fortuna. Está desnuda y escurre agua. El húmedo olor a jabón entra y sube hasta mis pómulos y luego llega a mi saliva. Me aprieto contra sus huesos de ternera. Con un tronido, se abren. Rápido, entro.


7


En la oficina de la redacción hay una chispa, una ráfaga que me zafa la tapa y todo gira, escucho luces, vuelcos, ruedas. Me sacude la voz lejana de alguien que explica:

No sé... está loco, sólo dije que alguien debería ser humano y sacrificar a todos esos niños callejeros, como a los perros, para que no sufran y de la nada éste se echa a reír y me insulta y me tira y....

Lola se ha convertido en un problema: ya no charlamos, ya no la arropo, no puedo siquiera verla, su mirada ahora no es reflejo sino barca, puntiaguda, roja y morada barca de Caronte.



8


Afuera un auto prestado nos espera. Lola negó vestirse pero a mi segunda petición aflojó la voluntad dejándome abrigarla yo mismo. El motor está en marcha, no dice nada con la vista fija en la alfombra. Su actitud me irrita, tomo la carretera, lejos, avanzo, lejos, aumento la velocidad, más lejos, árboles y más velocidad, ráfagas azules zumban por la noche que cae sobre otro auto, freno, más lejos, me deslumbran unos faros amarillos, apenas logro esquivar una curva y estamos a punto de estamparnos. Sigo, más lejos, hasta que mareado, lejos, nunca lo suficiente, descubro una parte solitaria de la ciudad en la que nunca había estado y quizá tampoco Lola.

Conocemos el final. Sin violencia, sin forcejeos, sin ni siquiera una sola palabra. Lola sabe lo que tiene que hacer: abre la puerta lenta, se baja, la cierra, suave, con un silencio imperturbable, mientras me mira detrás del cristal, muda, interrogándome. Yo le digo que sí con la cabeza, que la respuesta es sí, que yo soy el vicario Wojtyla, mientras desaparezco en el auto hacia la nada.

Homenaje

Sillas grandes y sillas pequeñas, palabras, luces rojas, mucho calor. Mi mujer se abanica con lo que puede. El maestro de ceremonias quiere quitarse la corbata, volar a alguna playa, chapucear en la humedad del agua fresca; una margarita, con mucho hielo, tanto como para quemar la garganta, fría, verde, congelada.

Ahora todo el gran salón enmudece. Estamos sentados soportando aquí para homenajear a Carlos, por su trayectoria en el cine, por sus cincuenta películas. O ¿son más? !Qué mas da!

Carlos todavía no sale. Esto es pura música –me lo dijo. Le parece ridículo estar aquí de pipa y guantes, con traje de buzo y de pingüino, escuchando los qué honor y qué gusto, y tanto lloriqueo de gente que nunca ha visto sus películas. Y si las vieron no entendieron nada; también eso me lo dijo.

Tenía razón con lo de la música y el ruido. Esto es absurdo: hay una orquesta en vivo, cuerdas, de carne y huesos¡pero si a él le fastidia la música y las que más, la clásica! ¿Para qué este desperdicio? con orquesta y todo.

¿Cómo no lo voy a recibir?, ya estoy viejo, necesito el dinero; se acabaron las épocas del amor al arte y escupir en todo, ahora no me cago en el gobierno porque me da de comer. Así es esto.

Se oyen los manazos y los aplausos de júbilo. Si supiera cómo se ve ridículo desde aquí abajo con esa envoltura de pingüino encima.


-Buenas noches a todos. Le dije a un amigo que no sabía qué iba a decir. También le dije que esto era puro ruido, pura música. Sé que esto es pura música pero ¡qué bien suena! ¡qué bien se siente! (aplausos y risas)...gracias, no esperaba menos...(más aplausos) la verdad, no entiendo, no puedo decir por qué razón mi cine les parece atractivo a ustedes siendo tan exquisito y tan poco para los grandes públicos...No diría que es de arte porque a mí me chocan todas esas etiquetas pero lo hice pensando precisamente en provocar, en escandalizar, y ahora es una ironía estar aquí en este Palacio recibiendo homenajes...(pausa) Sí, gracias, me apuro, sé que tengo poco tiempo...(más risas, más aplausos). Quiero decir que a lo largo de estos años he aprendido mucho. Yo diría sobre todo que aprendí a no conformarme, a ir más allá, a criticar. Precisamente mis filmes hablan sobre la decadencia de la sociedad y quieren criticar –por eso ahora estoy sorprendido– quieren criticar a la gente, a toda en general, a la gente como ustedes, como yo ahora aquí recibiendo este ridículo homenaje (una risa, dos, alguien desde el fondo del salón, tose). Mírate, Carlitos, como muñequita de aparador, recibiendo abrazos (risas de Carlos, el salón en limpio silencio, ya nadie tose)...Pero de ninguna manera mi intención es insultarlos...Sí, sí, el tiempo...Bueno, seré breve: (saca un papel) quiero agradecer, antes que nada al Comité, al Señor Estro...Estrogona, (leyendo con dificultad) a... la señora presidenta de la institución que...a la institución que...Sí, sí, ya voy (Alguien desde el fondo grita: Bravo!) ...la insti...tu...la insituta, a la señora instituta, a ésta...Bueno pero ¡Cómo chingan con el tiempo! Quiero agradecer a la prostituta que me invitó y a todos ustedes bola de payasos.


-¿Qué tal estuve?
-No sé, todo lo que vi fue a un pingüino salivando y escupiendo contra monos y musarañas. Yo creo que salió bien.
-¿Tú crees? ¿Tanto les gusto?
- ¡Claro! Es más, mañana apareces retratado en todas las portadas de revistas y periódicos de fama, no te apures. ¿Sabes por qué les gustas tanto? Porque eres igual que ellos, igualito.

angelus novus

Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se representa a un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y este deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irreteniblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso.

Walter Benjamin